Se está haciendo difícil la tarea de investigación. Reunir datos de nuestro tatarabuelo fue agotador. Nos rompimos la vista. Lamentablemente los historiadores nos han discriminado, lo que nos lleva a pensar que hoy los trastes que interesan son los que pasan por la televisión. Los investigadores ignoran los importantes hechos que generaron los miembros de nuestra familia.
Consultado Félix Luna nos respondió amablemente que no investiga boludeces, por lo tanto debimos acudir al Archivo Histórico. Es allí donde descubrimos que nuestro tatarabuelo Analfio vivió en la época del virreinato. ¡Un orgullo! Cartas de aquellos años mencionan su actuación durante las invasiones inglesas, destacando sus contundentes escupidas lanzadas desde las terrazas de San Telmo. En su juventud fue encendedor de faroles. El franciscano Loyola en sus memorias relata un episodio que vivió nuestro tatarabuelo a fines de 1810. Era una noche muy oscura, Cornelio Saavedra había bajado a comprar cigarrillos al kiosco que estaba al lado del Cabildo. No veía nada y pisó una bosta de buey, que le arruinó las calzas blancas que tanto le envidiaba Belgrano.
Enseguida empezó a gritar y putear contra el encargado de los faroles. Y ahí lo vio al tatarabuelo durmiendo y todos lo faroles sin encender. Se calentó tanto que de un patadón en el traste que tenía más cerca lo mandó al viejo al Río de la Plata. Por suerte justo pasaba por allí un sobrino que iba a hacer el turno de 22 a 6 a la jabonería de Vieytes, y reconoció a la luz de la luna una cara familiar. Lo rescató y pudo salvarle la vida haciéndole respiración culo a culo.
Analfio no se desanimó, y al otro día, todavía largando agua, fue a ver a Mariano Moreno, quien le había prometido un trabajo importante. Efectivamente, las crónicas lo ubican en esa época bajando higos en la quinta de Moreno.
Años más tarde Mariquita Sánchez de Thompson lo contrató como servilletero móvil. Fue notable su desempeño en esas pintorescas tertulias. Cargaba como 50 servilletas entre sus cachetes. Un lujo para las damas de la época, ávidas de modernismo y erotismo. En esa casona de la calle Florida conoció al general Urquiza, quien se acercó a dialogar con nuestro tatarabuelo atraído por sus rasgos fisonómicos. Le preguntó si era oriundo de la Loma del Orto. Urquiza estaba en esos días buscando el famoso tesoro de Sobremonte y tenía datos de que había sido enterrado en la Loma del Orto. Ahí comenzó una amistad que duró años, donde se ganó la confianza del entrerriano quien lo nombró su asistente.
El tatarabuelo estuvo muchas veces en el Palacio San José almorzando con Urquiza, quien lo sentaba a su mesa. Esto fue hasta el día del eructo estruendoso que arruinó la alfombra inglesa con una salva de guiso de mondongo. Desde entonces el viejo quedó privado de las veladas familiares y hasta fue amenazado de ser entregado a las hordas de su enemigo acérrimo el General Susvin. No obstante siguió hasta la vejez sirviendo a las tropas de Urquiza; primero en la retaguardia y luego como corneta. El toque de diana le salía una maravilla, sobre todo luego del guiso de porotos. Dicen que recordaba siempre una batalla donde de un sablazo casi le parten la cabeza en dos, justo por la raya. Su última participación fue en el asedio a las tropas de Rosas. Urquiza lo envió a parlamentar con el caudillo, llevándole el texto de la rendición, que eran como diez páginas. "No firmo nada, métase la rendición en el orto" dicen que gritó Rosas. El tatarabuelo que tenía entonces como 90 años y respetuoso de las jerarquías, puso la cara y obedeció la orden.
Lo sacaron en camilla, atragantado y sin aire. Murió con todos los olores cuando vomitaba la página ocho. Un retrete de la campaña al desierto llevó su nombre.
Nuestra familia lo recuerda con orgullo. Sus cenizas llegaron a manos de la bisabuela hace varios años como herencia de la gloriosa estirpe de nuestro antepasado.
Yo recuerdo el día que la abuela Eugenia, en un respetuoso acto, rodeada por el resto de la familia arrojó las cenizas al inodoro y transformó la urna en el lujoso costurero que necesitaba.
Hasta hace poco tiempo guardábamos religiosamente su impecable uniforme. Era el orgullo de la familia. Un objeto de veneración como se merecen todos los héroes. El abuelo Esculapio siempre soñaba que ese uniforme era usado gallardamente por alguien de la familia. El año pasado se lo habían prestado a un primo que lo usó en una comparsa de Gualeguaychú. Finalmente la tía Mirta quiso cumplir respetuosamente los sueños del abuelo y con el uniforme le hizo un saquito al perro de la familia.
La foto de la izquierda reproduce un óleo poco conocido del pintor Cándido López, donde aparece el tatarabuelo Analfio. El cuadro, que se encuentra en el Colegio de Proctólogos, no fue firmado por el autor para evitar ser catalogado como un cultor del erotismo. En la década del 50 la bisabuela dio la autorización para que sea usado en la publicidad de un laxante.
En la otra foto aparece el Culy luciendo con orgullo lo que quedó del precioso legado del tatarabuelo. Dicen que los perros se parecen a sus dueños. Es increíble la transformación que tuvo este animal para lograr parecerse a nuestra familia.
3 comentarios:
¡Por fin puedo dejar un comentario!
Hacía desde el 18/3 que esperaba la habilitación de comentarios. ¿Te agarró el síndrome de Ezeiza?
Bueno, maestro, pude deleitarme con su relato del perro parecido a su familia.
Y ademas Lawry de deleite, pude conocer una obra inedita de Don Candido Lopez a quien admiro profundamente.
Un abrazo
Bonjour, mlawry.blogspot.com!
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