martes, 6 de diciembre de 2011

EL MURAL DE BABEL

La convocatoria era interesante: en concordancia con el evento La Noche de las Librerías, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires destinó un espacio en la Av. Corrientes para la realización de un mural. Una enorme superficie de chapa enmarcada de unos 33 metros por algo más de 2 de ancho. El tema era: libros, librerías y La Noche de las Librerías. Una invitación que prometía un agradable momento en camaradería y una organización que aseguraba la provisión de todo el material necesario, escaleras, pinturas, pinceles, etc. También una elemental reglamentación con sugerencias para ocupar espacios no muy grandes y menos de una hora para la realización de cada obra. Para evitar aglomeración, porque se inscribieron 251 participantes, se sugería llegar entre las 18 y 22 horas. Todo perfecto para ilusionarse y pasar una noche inolvidable. Y así fue. El resumen de esta historia inevitablemente no puede hacerse sin apelar al humor.



Llegué antes de las 19 hs y me pareció que habían llegado todos juntos y que en vez de 251 eran como 500. Era un enjambre humano trabajando desesperadamente apretados, algunos sentados bajo las piernas de otros y una tarde que había llegado a los 35 grados de temperatura. Las dos escaleras eran de solo dos escalones y una plataforma y eran disputadas por los que irremediablemente esperaban trabajar arriba. Ahí me di cuenta que debía incluirme en ese desgraciado grupo. Más abajo, donde la puja seguía, conquistar un pequeño espacio era como acceder a un terreno en Puerto Madero. Finalmente decidí buscar en los extremos y ahí lo vi a Maicas custodiando un pequeño espacio abajo y ya repuesto del pánico ante la perspectiva de tener que subirse a una escalera. Calculé que la espera para acceder a tocar la chapa le iba a llevar un tiempo impredecible y lo dejé preparándome para vivir la misma experiencia. Recorrí toda la extensión del muro y en el otro extremo, arriba de todo y casi ocultada por una construcción externa del subte tomé posesión de un espacio que supuse me alcanzaría para desarrollar el trabajo proyectado. Ahora debía irme a la caza de una escalera con el temor de que me usurparan el lugar. No se me ocurrió traer el doberman de un amigo para que me cuidara el espacio.


Otros colegas vivían el mismo drama y salían a buscar algo para treparse. Uno tuvo suerte y volvió con una silla prestada de un bar. Otros con cajones de gaseosas intentaron encaramarse, pero apenas llegaban al medio del panel. Uno tuvo la buena idea de recorrer las bolsas de residuos de la zona y apareció con un gabinete de televisor, y ahí lo vimos victorioso haciendo equilibrio peligrosamente. Pensé en hacer lo mismo, una heladera vieja me vendría muy bien, pero desistí porque soy un tipo sin fuerza y ante la posibilidad de morir aplastado por esa chatarra elegí la más digna de terminar desmoronándome con un pincel en la mano.


Finalmente opté por sumarme resignadamente a la cola de los que esperaban una de las escaleras. Todo seguía febrilmente, apretados unos con otros, mientras bajo mi espacio en blanco otra autora extendía su obra dibujando un pájaro con un cuello interminable que subía desplazando mi espacio hacia arriba. Al rato llegó otra con su hija de unos dos años, un poco inquieta la nena, a quien le ofreció para calmarla un largo pincel y una bandeja de pintura. Enseguida vimos al pequeño demonio repartir pinceladas en el muro y en el piso, mientras poníamos a salvo nuestros pantalones. Y como si fuera poco llegaban los parientes y amigos de algunos y se armaban unas sesiones fotográficas interminables, donde todos posaban frente a la obra y hasta llegaban a pedirnos que les tomáramos las fotos. Y el tiempo pasaba mientras el público que circulaba por Corrientes también se acercaba con sus flashes.


Al fin me llegó el turno de la escalera, pero la parte inferior del muro seguía ocupada por pintores que se esmeraban codo a codo. Imposible acceder, salvo colocándola a un metro y doblando mi cintura en noventa grados. Así que cedí la escalera a un colega para que mientras tanto bocetara y me la trajera luego. Esperanzado miraba a la gente que pasaba por Corrientes tratando de encontrar algún basquetbolista conocido que aceptara sostenerme en los hombros. A todo esto la nena ya se había volcado la pintura azul sobre su cuerpo y parecía un Pitufo. Había pasado ya casi una hora y media desde mi llegada. Parte de ese tiempo lo invertí tratando de interpretar el significado y la relación que tenía con el tema “libros” el dibujo de una participante que mostraba la única imagen de un zorro, todo ocre con pintitas negras que le demandó como una hora de trabajo, ¿O sería el lobo de Caperucita? Cuando se despejó el lugar y pude arrimar por fin la escalera comenzó el segundo capítulo del drama. Imposible llegar hasta arriba, ya sobre la pequeña plataforma de la escalera, que se movía peligrosamente, la única opción fue colgarme con la mano izquierda del borde superior del muro ayudado por el próximo usuario de la escalera que esperaba ansioso, y comenzar a bocetar con la mano libre sin la posibilidad de alejarme para tener una visión panorámica ni consultar el boceto impreso que tenía en la mano izquierda con la que me agarraba como un panda ¡Y para colmo descubro que la superficie no era suficientemente mate y el lápiz no tomaba! Así que descendí y fui en busca de una tiza. Cuando la conseguí (un resto de color anaranjado) volví a trepar , muy lejos de sentirme como Miguel Angel encaramándose a la Capilla Sixtina, más bien era King Kong prendido en el rascacielos. Así empecé el nuevo intento, pero las luces de la calle producían brillos por todos lados sobre la chapa blanca, y mientras desde la vereda de enfrente las estatuas de Olmedo y Portales parecían reírse de la escena, dije basta y tiré la tiza. Por suerte tenía un marcador permanente negro y me largué con la osadía de bocetar directamente, sin poder alejarme más de 30 centímetros y estirándome para uno y otro lado, simplificando el proyecto original. El desastre ya se anunciaba. Terminé rápidamente antes de que alguien del PRO me bajara a patadas. En la vereda seguía el enjambre humano disputándose los pinceles y la escalera y reclamando la pintura que se agotaba, finalmente el blanco desapareció. Otros, los tempraneros, seguían lentamente con sus enormes trabajos, excedidos en superficie y en el tiempo reglamentario y posando y dando entrevistas a los medios. Por momentos le buscaba el lado positivo a esta Babel pictórica y pensé que si dejaban entrar a 200 tipos más podríamos fácilmente entrar en el Guiness. 


Para concluir mi “obra” quise darle un poco de color. Pensé en la variante moderna de arrojar desde abajo una esponja embebida en pintura sobre el adefesio, en una salvadora alternativa de “action painting”, pero consideré más prudente volver a subir antes de que me arrancaran la escalera. ¿Lo vas a pintar?, me preguntó un desesperado que ya me tironeaba la escalera. "Si sos impresionable mirá para otro lado" iba a decirle. Y ahí fui en la solución final con una bandeja que encontré con pintura reseca y un pincel en ruinas. El desastre ya era insalvable, ni Da Vinci podría revertirlo, así que repartí el color disponible como si maquillara a una vieja de 100 años, y con el último esfuerzo y pocas ganas puse la firma reglamentaria con el deseo que el tiempo o alguna pandilla nocturna la borrara pronto. Después de bajar sentí cierta satisfacción, no por el desastre perpetrado, sino porque notaba que la frustración no iba a dejar secuelas importantes y esperaba superar el deseo de salir a pintar graffitis en los baños públicos. Antes de desaparecer recorrí los 33 metros del mural entre la marea humana y vi muchos trabajos que justificaron el sacrificio de esa noche inolvidable. Entre ellos el de Maicas, que seguramente pasará satisfecho por el lugar. No sé si yo podría hacerlo. ¿Será exagerado irme del país…?


                             
                        Y finalmente el boceto del proyecto original y el resultado final:

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